El 27 de Marzo de 2015 La Coral Harmonia Polifònica de València cantó en el marco incomparable del Convento y Parroquia del Carmen, la Solemne Eucaristía de primeras Vísperas del 28 de Marzo nacimiento de la Santa. Eucaristía presidida por el P. José Francisco Santarrufina, Superior Mayor de los Carmelitas Descalzos en Valencia.
Tras la celebración de la misa todos los asistentes fuimos invitados por la parroquia a una degustación de productos tipicamente valencianos como son la horchata y fartons.
MISA
ENTRADA.......................... Voyagers´Chorus (del Idomeneo de Mozart)
ANTES DEL EVANGELIO. Benedictus (Giner)
OFERTORIO...................... Stabat Mater (Kodaly)
SANTO............................... Santo (Schubert)
PAZ.................................... Da Pacem, Domine (M.Franck)
COMUNIÓN.............................. Ave Verum Corpus (Mozart)
Panis Angelicus (Lambillotte)
SALIDA..................................... Canticorum lubilo (G.F.Haendel)
Benedicat Vobis ( G.F.Haendel)
SALIDA..................................... Canticorum lubilo (G.F.Haendel)
Benedicat Vobis ( G.F.Haendel)
TERESA DE JESÚS
La llamaron “la santa de la raza”, la emparentaron con héroes de la Reconquista y la entroncaron en el árbol genealógico de una familia de descubridores. Pero ella, Teresa de Jesús, descendía de un abuelo judeoconverso penitenciado por la Inquisición, y su padre, tras haber posesionado con el infamante sambenito por la imperial ciudad de Toledo, centro activo de las pesquisiciones sobre la pureza de sangre, puso tierra por medio y emigró a Ávila donde justamente le llamaban “el toledano”. Teresa, que, en realidad se apellidaba Sánchez –Teresa Sánchez de Cepeda conservará siempre amistad familiar con gentes ex illis, como entonces se decía de ellos, los judíos marcados, y naturalmente no tendría reparo alguno en elegir como compañero de aventura reformista a otro fraile marcado por el linaje, a un mudejarillo, Juan de Yepes: en religión, Juan de la Cruz. Si la primera mitad del siglo XVI tuvo en España un carácter expansivo de apertura a Europa, la segunda – el Concilio de Trento comienza en 1545 - fue claramente regresiva. Retirado a Yuste, el emperador recomienda en 1558 a su hija doña Juana que actúe “con mucho rigor y recio castigo” contra los “luteranos” de Valladolid, que al año siguiente morirán en la hoguera en la Plaza Mayor. El pueblo venido de toda Castilla y que abarrotaba la plaza, vociferaba exaltado.
“Tiempos recios” llamará a la época Teresa de Jesús, que de niña devoraba los libros de caballerías y soñaba con ir a tierras de infieles, y de muchachita leía novela sentimentales que le incendiaban el corazón. Monja entonces en el convento carmelita de la Encarnación de Ávila, llora desconsolada porque el Índice del gran Inquisidor ha prohibido la tenencia y lectura de los libros que habían constituido la base de su formación espiritual: los místicos franciscanos que le habían enseñado la “oración de recogimiento” y San Agustín, que indicaba que a Dios hay que buscarlo dentro del alma. Ella tenía alma de líder y enseguida contagió su inquietud a un grupo de compañeras.
Un día, leyendo el Libro de la institución de los primeros monjes, concibe la idea de revivir de manera actualizada los orígenes de la orden carmelita. No se trataba de hacer un calco arqueologizante. Es verdad que ella quiere conventos que tengan muros altos y huerta ancha en la que puedan instalarse pequeñas ermitas para el retiro del espíritu; pero sabe muy bien que su espacio conventual tiene poco que ver con el de los padres del eremo: es ante todo, un espacio comunitario urbano y, desecha las aldeas porque son “lugares pequeños de doctrina y otras muchas cosas necesarias para dar luz a las almas”. Ella vivió siempre rodeada de letrados cuyo prototipo era su querido fray Jerónimo Gracián. Tan querido, que él llegará un día a decirle que cuide de que las gentes no puedan andar con habladurías. Con la gran libertad de espíritu que tenía, Teresa de Jesús le respondió: “No se empeñe vuestra paternidad. Toda alma necesita un desaguadero, y el mío es usted”.
Lo que Teresa de Jesús se proponía crear con el Carmelo Descalzo eran conventos en los que las almas pudieran beber libremente, a chorros, del torrente de Dios que en cada interior mana. Por eso insiste en que no se admitan analfabetas sino mujeres de talento y, contra lo habitual en la época, quiere que sus monjas se ayuden con el trabajo provechoso de sus manos. ¿Qué tiene que ver la imagen de encapatamiento que Unamuno transmitía de aquellos grupos selectos - primero solo trece monjas, después nunca más de veintiuna - que a la hora del recreo cantan canciones amatorias profanas “Veante mis ojos y muérame yo luego, / oh dulce amor mío, lo que yo más quiero”, volviéndolas a lo divino: “Veante mis ojos, dulce Jesús bueno; / Veante mis ojos, muérame yo luego”? En Navidad y en otras festividades conventuales improvisan teatrillos, y, en suma, esas monjas saben que la Fundadora es tan enemiga de la disipación de espíritu como del rostro severo.
Pues bien, en aquella época de prohibiciones en la que se decía que en el plano religioso a las mujeres les basta con oír sermones y oír alguna lectura mientras hilan, Teresa de Jesús alza la voz: “Querría dar voces para dar a entender qué engañados están”. Le llueven persecuciones y dicen que quiere enseñar en vez de aprender. Pero ella sigue su camino. Enemiga de todo rigorismo, quiere que el espíritu vuele libre en diálogo con el pensamiento. Por eso se hizo escritora. Necesitaba contrastar su propia experiencia interior, sus vuelos, y sentía necesidad imperiosa de asociar a todos a su fascinante aventura.
Don Miguel de Unamuno dijo con acierto que “la mística es en gran parte filología”. “El cómo es esta que llaman unión - escribe Teresa en su Libro de la Vida - y lo que es, yo no lo sé dar a entender. En la mística teulogía se declara [es decir, es cosa de letrados], que los vocablos no sabré nombrarlos ni sé entender qué es mente, ni qué diferencia tenga del alma o espíritu, tampoco. Lo que yo pretendo declarar es qué siente el alma cuando está en esta divina unión”.
Exactamente esto: desnudar el alma para entender y gustar allí, en y por la palabra, algo que de suyo es intraducible, es inefable. De ahí, y de la voluntad de comunicarlo a los demás, de contagiarlo, nace el recurso espontáneo de Teresa de Jesús al lenguaje literario en todos sus estratos y niveles. Pero ¿cómo hacerlo? No tenía modelos, pero sabe que “hace falta trastornar la retórica”, liberar la palabra. Aplicaría, según eso, a su escritura el mismo principio radical de libertad que regía la actitud de su espíritu. Y por eso su literatura, escrita, en principio, para sus monjas pero destinada a todos, resultaba tan desconcertantemente nueva. Tan nueva, que algún letrado amigo sintió la necesidad de reescribir partes acomodándolas a la norma general de los escritos doctrinales. ¡Inútil empeño!.
No pocos críticos modernos para explicar las anomalías que encontraban en la escritura teresiana, imaginaron que se trataba de una escritora desdoblada en rústica por humildad o para no levantar sospechas sobre su linaje. La verdad era muy distinta: a ella no la guiaba un propósito específicamente estético, pero su decisión de plenitud de verdad la llevó a agotar, tanteando formas hasta la extenuación, todos los recursos. Hasta la extenuación, digo, porque ella misma lo confiesa. De salud frágil desde jovenrecorriendo interminables caminos, sin tiempo para descansar, y de pronto el mandato de escribir o la necesidad interior de escribir, que la lleva a luchar con las palabras; se le quedan cortas; no alcanzan a traducir pensamientos y sentimientos fundidos, y ha de echar mano entonces a imágenes sin cuento, y en un punto exclama: “Deshaciéndome estoy, hermanas, por daros a entender esta operación de amor, y no sé cómo”.
Así fueron naciendo el Libro de la Vida y las Fundaciones, y las dos redacciones del Camino de perfección (porque la primera les pareció muy atrevida a los censores amigos) o Las Moradas del Castillo interior. Eran expresión y parte de la reforma más audaz de liberación del espíritu en aquellos tiempos recios. Tan audaz que al final de sus días Teresa de Jesús había perdido el control de su Orden. Había perdido la batalla su querido Gracián y habían ganado los rigoristas. En su agonía pudo afirmar: “en fin, muero hija de la Iglesia”. Y aquella audaz reforma que liberó a los espíritus, liberó a la par la lengua castellana que, por entonces y con ellos, alcanzará sus más altas cimas.
Su primer editor fue otro gran literato, nada menos que Fray Luis de León, el cual decía que “el bien hablar no es común, sino negocio de particular juicio ansí en lo que se dice como en la manera en que se dice, y negocio que de las palabras que todos hablan elige las que convienen, y mira el sonido de ellas y aun cuenta a veces las letras y las pesa y mide y las compone, para que no solamente digan con claridad lo que se pretende decir sino también con armonía y dulzura”.Pues bien, quien eso ha escrito dice de los libros teresianos que “en la forma de decir, y en la pureza y facilidad del estilo, y en una elegancia desafeitada que deleita en extremo, dudo yo que haya en nuestra lengua escritura que con ellas se iguale”.
No cabe elogio ni más justo ni mejor.
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